Historias de jóvenes con espaldas anchas

jueves, 2 de junio de 2011

REBELARSE PARA CAMBIAR EL MUNDO

Alfredo Merlo

El valor, puntal de las grandes conquistas, muchas veces subestimado por el brillo del éxito, es lo que intentará destacar el siguiente pequeño artículo sobre Marx. Más allá de coincidir o no ideológicamente con el alemán, estas palabras tienen el objetivo de reivindicar una actitud y no un ideario.


Miles de detalles subyacen detrás del éxito. Detrás del maquillaje del hecho consumado se esconden otras causas de aparente menor incidencia, pero tan fundamentales como otras mucho más ponderadas. La historia de Karl Marx, el filósofo alemán padre del comunismo moderno, del socialismo científico y del marxismo, registra uno de estos sucesos poco resaltado a la hora de escribir sobre el intelectual pero que fue el puntal de sus pensamientos e ideas que más tarde darían la vuelta al mundo. Es que este joven de familia ilustrada y liberal, al trasladarse a Berlín por motivos de estudio a los 20 años, adoptó los preceptos básicos de la filosofía hegeliana, de una tendencia progresista y democrática, contraria al pensamiento de su familia. "Enfermé como ya te he escrito, (...) de la irritación que me consumía por tener que convertir en ídolo mío a una concepción que odiaba", relató en la carta que en el año 1837 le escribió a su padre para anunciarle el golpe de timón intelectual que lo ubicó en la vereda de enfrente.  Sin ese valor que tuvo este joven para desestimar todo el ideario familiar, la historia del pensamiento no hubiese gozado de sus análisis, doctrinas y ensayos que, a más de cien años de su muerte, aun mantienen su vigencia. 

Hasta ese día en el que redactó aquella carta, Marx había sido un joven criado en el seno de una sociedad penetrada por las ideas de la ilustración. De familia judía de clase media alta descendiente de Rabinos, comenzó la carrera de Derecho en Bonn, aunque es oriundo de Tréveris, ciudad y estudios que abandonó para trasladarse a Berlín a doctorarse en filosofía. Allí, en la capital alemana, las ideas del recientemente fallecido Hegel ya habían contagiado a miles de jóvenes. Y Marx no fue la excepción. Comenzó a realizar trabajos periodísticos para la revista Rheinische Zeitung, de la que llegó a ser director en 1842. Esos trabajos eran críticas hacia los estamentos noble y burgués, a los que veía como únicos depositarios de los beneficios de un estado clasista. Se colocó del lado del proletariado, de aquella clase a la que consideraba explotada y sojuzgada por los dueños del capital: apoyo y justificó los intereses de los trabajadores de intentar conseguir mejores posiciones económicas y sociales. Se casó y conoció a  Friedrich Engels, con quien comenzó a profundizar sobre el modelo económico imperante, a exhumar con crudeza las bajezas de un sistema “perverso”. Juntos redactaron El Manifiesto del Partido Comunista, uno de los tratados políticos más influyentes de la historia que fue publicado por primera vez en Londres en el año 1848. Poco a poco, se convirtió en leyenda.

Pero la historia de ese hombre de barba tupida que hoy es la imagen de miles de remeras no empezó con aquellos logros y acciones que todo el mundo refiere en primera instancia al escuchar su nombre. La historia del autor de El Capital, ese ensayo crítica de economía política, comenzó a gestarse entre la noche del 10  y el 11 de noviembre de 1837 cuando escribió aquella carta en la que le comunicó a su padre su desembarazo de las que hasta ese momento habían sido sus ideas. Esa reconversión intelectual, temeraria si se juzga la época mucho más estructurada y en la que renunciar a las herencias familiares era profanar lo sagrado, fue, quizás, la clave para su posterior desarrollo, fama y propagación mundial.  Demasiado fácil hubiese sido anclarse en lo que ya tenía, en conformarse con su posición y hacer oídos sordos a ese pensamiento que lo llevó a intentar cambiar el mundo.

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